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Foto del escritorDoctor Sonrisas

No todos los que mueren se van


Una experiencia de vida, una de tantas que a diario vivimos y que de nosotros, depende cómo la tomemos. Dios me dio un privilegio: ser madre de un ser extraordinario el cual, en su momento, me lastimó como a muchos que viven esta situación tan difícil.

A mi bebé le diagnosticaron cáncer congénito a los quince días de nacido. Mi mundo ahí se terminó, el que yo había planeado. Mi enojo fue mucho. ¿Qué había hecho para merecer un castigo? Era mi pregunta.

Pero ese ser tan pequeño me demostró lo contrario. Se quedó ciego a los once meses. Parecía una burla, pues ese día fue mi cumpleaños y ese fue mi regalo. Mi molestia creció más hacia dios, ¿qué iba a hacer con un ciego y con cáncer? Grité, insulté a quién me había dado esa encomienda tan difícil y dolorosa, y a tantas personas, a mi alrededor, que me decían que dejara que mi hijo se fuera. Me decían que, de todas maneras, él se iba a morir, pues sus esperanzas de vida eran muy bajas.

Pero él tenía derecho a vivir y mi coraje empezó a cambiar. Lo utilicé para demostrar que una enfermedad, tan difícil como el cáncer, se podía vivir cada día. También aprendí que, cuando alguien veía a mi hijo con lástima, era yo quien la sentía y me dolía no poder expresarla.

A mi bebé lo desahuciaron a los dos años y medio. Me dolió tanto, pero decidí darle todo lo que estaba a mi alcance. ¿Dinero? Cómo si ya estaba sin nada, pero le di algo más: amor, libertad, honestidad, aprender a amarse y no vivir de lástima sino a ganarse cada día un lugar.


No todos los que mueren se van

Aprendí a dejar pasar el odio y el coraje, pues no podía dar lo que no tengo. Aprendí a luchar, a vivir cada instante, pues si no vives feliz no puedes hacer a nadie a sonreír. Mi hijo siempre supo que su vida no sería larga, pero tenía sueños, planes y la mayoría los logró: tres medallas de oro, una de plata, dos de bronce nacionales. Con esto aprendí que no hace falta ver para fijarse una meta, que el camino cada quien lo recorre como uno se limita.

Él abrió sus alas a los 17 años. Mi vida se fue con él, pero estaba tranquila. Llegué a pensar que era una madre sin sentimientos, pero me di cuenta que le di todo, hice todo lo que estaba a mi alcance. Cuando él cumplió un año de haberse ido, decidí cumplir un trato que hice con él: volver a un hospital y ayudar a los niños, jugar con ellos.

Cada sonrisa de ellos es una sonrisa que él me manda desde el cielo. Creo que dios me dio lo que él tenía: un ángel maravilloso. Mi maestro fue él y si pudiera volver a vivir mi vida otra vez, no la cambiaría por nada del mundo.

Trato de levantarme de las cenizas que quedaron de mí, no todos los que mueren se van y no todos quienes quedamos estamos vivos. Tú y yo decidimos cómo vivir hoy, pues todos traemos una misión. No hace falta vivir mil años para decir que se vivió, hace falta vivir y dar vida a quienes están a nuestro alrededor.

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